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Soy la bestia y soy la herida

(A propósito del último libro de Laura Restrepo, “Soy la daga y soy la herida”, y lo apocalíptico)

Por Jeferson Rodriguez, Colombia–

Nuestro mundo necesita escuchar la sátira apocalíptica y esperanzadora de Laura Restrepo, que confía en el amor que el verdugo acéfalo va sintiendo en una muchacha que poco a poco lo va humanizando. Sin embargo, también necesitamos la sátira apocalíptica trágica de Juan de Patmos, que no ve conversión posible en los agentes del imperio. Para él, los escogidos son los escogidos y los malvados son los malvados, y serán juzgados por la intervención de Dios y de su Cordero. Las dos visiones son necesarias hoy, porque este mundo está demasiado loco. En eso coinciden ambas sátiras, y en muchas cosas más.

Laura Restrepo, en su último libro, se aventura en una sátira —yo diría apocalíptica— de amor entre un verdugo y una muchacha. El verdugo se llama Misericordia Dagger, nombre que ya encierra la ironía de toda la obra. Él es el acéfalo, el sin cabeza, un ejecutor al servicio de un dios ridículo que se manifiesta de las formas más patéticas y superficiales: un dios banal, un dios malo, pero también absurdo. Detrás de esa imagen vibra la teoría de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal: el mal es más cruel cuando es banal. Una persona puede causar un daño más inmenso cuando renuncia a pensar, cuando abdica del juicio, cuando deja de usar su cabeza. Arendt lo comprendió después de observar los campos de concentración nazis y asistir al juicio del “último nazi”, Eichmann.

La sátira de Restrepo avanza como una historia de amor donde el verdugo termina enamorándose de una de sus posibles víctimas. La orden del dios matón es que asesine a la abuela de la joven, su única familia. Pero el verdugo se va transformando; mientras el dios se revela para que él mate, el verdugo se rebela para no matar.

¡Qué esperanza sería que los agentes de Trump, de Netanyahu, de Putin o de Bolsonaro se rebelaran también y se humanizaran!

Mientras el dios se revela y ordena matar con sus peluquines, sus colores naranjas y sus shows grotescos, el acéfalo comienza a recuperar la cabeza y se rebela porque está enamorado. Es el poder del amor humano frente al imperio. Qué desafío, señora Laura. Hoy la escucho y pienso que ese es el mensaje que debería resonar en todo el mundo: recuperemos la cabeza. Pero, sobre todo, que la recuperen los verdugos, los que sirven a esos pequeños dioses que mandan matar. ¡Que se rebelen y se humanicen!

Aun así, este mundo está tan perdido que, a pesar de mi decepción absoluta con todo lo que se llama religión institucional —iglesias, comunidades religiosas o espirituales—, sigo creyendo que la sátira apocalíptica trágica y más realista de Juan de Patmos también debe mantenerse en pie.

La apocalíptica de Juan es catastrófica, abolicionista, refundacional, revolucionaria. En el texto del Apocalipsis —ese que cierra el Nuevo Testamento—, el agente del imperio no se humaniza: es condenado. Los escogidos resisten y esperan la intervención definitiva de Dios y de su Cordero. Las esperanzas humanas han fracasado. Y sí, de eso también hay mucho. Demasiada gente cansada de creer en la gente: la gente siempre traiciona, los gobiernos siempre mienten, los presidentes siempre se creen dioses.

La tradición apocalíptica que más me conmueve es la de los antiguos hasidim, que lucharon incansablemente contra Antíoco IV Epífanes. Aquellos esenios que combatieron hasta ser sepultados por el imperio romano en los años 60 y 70 d.C. Tenían una certeza absoluta de que el cambio radical debía llegar, y murieron luchando por él. En esa misma línea está Jesús de Nazaret y algunos de sus seguidores, también apocalípticos. Tenían tan clara la “horrible realidad de la vida actual” que no se conformaban con esperar un rey apenas «más justo»; esperaban el pleno Estado de Dios, una transformación total de la realidad.

Una de las sátiras más potentes de Juan de Patmos aparece en los capítulos 12 y 13, donde se ridiculiza al dragón, la figura del mal y el dueño del imperio de la muerte de este tiempo. En la escena celestial, una mujer, rodeada de astros, está por dar a luz, y un dragón abre su boca para devorar al niño. Pero la mujer es llevada al desierto —lugar de vida en vez de muerte— y el dragón queda frustrado, peleando con los ángeles y con hambre. Esa serpiente antigua recorre toda la tierra persiguiendo a la mujer y al niño (como siempre, la violencia mayor se ensaña con mujeres y niños), pero a la mujer se le dan alas y vuela al desierto, que se convierte en refugio, en lugar de protección, de sustento, de provisión.

El dragón, furioso, destruye a los demás humanos y se planta en la orilla, derrotado y en ridículo.

En eso coinciden Restrepo y Patmos: el imperio es ridículo. El dios de la guerra, el dios de este mundo es absurdo, banal, cruel, y mata sin descanso. Pero también es grotesco, leve, vomitable.

En Patmos, sin embargo, no hay redención para los acéfalos. Los agentes del imperio de la muerte no se enamoran. Los escogidos resisten, las bestias engañan. Y a veces parece que eso también ocurre hoy: hay quienes prefieren seguir siendo acéfalos. Y entonces algo radical tiene que suceder.

Porque cuando el mundo insiste en no pensar, en no sentir, en no amar, lo único que queda es esperar que algo profundamente transformador irrumpa y vuelva a poner las cabezas en su lugar.

El autor escribe en el Blog https://sintagmas.wordpress.com/

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