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“Anástasis”: Dios de resurrección, proyecto de alzamiento popular

Por Compa Dan Gonzalez-Ortega, EEUU-

Sobre textos de: Job 19:23-27a; Salmos 17:1-9; 2 Tesalonicenses 2:1-5, 13-17; Lucas 20:27–38

Hermanas y hermanos, hoy la Palabra nos coloca ante un escenario en el que la religión se convierte en teatro, en argumento de poder. Los saduceos, esa élite sacerdotal acomodada al imperio, se acercan a Jesús no para comprender la verdad, sino para exponerlo al escarnio. Ellos, defensores del “statu quo” al que los grecorromanos llamaban κόσμος, “kosmos” (mundo ordenado), niegan la resurrección porque esta es la fe subversiva de los pobres (Χάος – “Kháos”), la esperanza de que Dios no abandona a las personas empobrecidas y marginadas. Al hacerlo, los saduceos consagran el poder patriarcal y el orden imperial como definitivos. Le presentan una historia absurda, especulativa de más, un caso legal de laboratorio: una mujer que, según la ley del levirato, pasa por las manos de siete hombres, uno tras otro, sin dejar descendencia. “¿De cuál será esposa en la resurrección?”, preguntan con ironía. No buscan aprender; buscan atrapar. En su cálculo, la mujer no tiene nombre ni rostro: es un expediente, una pieza en el tablero del patriarcado.

Los saduceos no solo representan una corriente teológica; son administradores del templo bajo el patrocinio de Roma. Su teología es el alma del sistema: sostienen la paz romana con discursos de religión domesticada. 

Su pregunta no es ingenua ni religiosa: es una maniobra política. Al negar la resurrección, defienden el orden imperial —el “kósmos” que asegura su poder— frente a la fe del pueblo, esa esperanza del “kháos” que sueña que Dios hará justicia. El problema no es la teología del más allá, sino el control del aquí y ahora: quién decide quién vive, quién muere y a quién pertenece la tierra.

Jesús no cae en la trampa. No se deja arrastrar al debate jurídico de los poderosos. Les cambia el horizonte: “No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.” La palabra que usa este texto del Evangelio para resurrección es ἀνάστασις (“anástasis”): alzamiento, levantar, poner en pie. No es un salto al más allá, es el proyecto de Dios que se levanta aquí y ahora, en la historia concreta, en los cuerpos y las comunidades que el sistema da por acabados.

Jesús no está hablando de una biología celestial ni de una vida angélica. Al decir que “ni se casan ni se dan en casamiento”, desmantela la lógica de la propiedad: la mujer no es herencia ni moneda. Desactiva el régimen patriarcal que hace del matrimonio una institución de transmisión y control. “Hijos de la resurrección” no designa un club del más allá, sino una comunidad terrenal que vive ya fuera del miedo que usa el imperio para someter. Ser hijos de la resurrección es rechazar la muerte social: la deuda que ahoga, la exclusión que humilla, la violencia que despoja.

Dios no es administrador de cementerios, sino sembrador de vida. Su fidelidad no se limita a los recuerdos de Abraham, Isaac y Jacob; su fidelidad es fuerza presente que resucita. En la “anástasis”, la mujer deja de ser propiedad y Jesús la exalta como persona; deja de circular como objeto entre los varones para erguirse como testiga de la vida que vence la muerte. Ella deja de ser herencia y se convierte en hermana del Reino.

Cuando Jesús nombra a Dios como “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, no recita una fórmula antigua: reactiva la memoria subversiva del Pacto. Evocar a los patriarcas —y también a las matriarcas que sostuvieron el camino, Sara, Agar, Rebeca, Lea y Raquel— es traer de vuelta la historia de un pueblo esclavizado que encontró libertad al escuchar la voz de un Dios que camina con ellos. En esa evocación, Jesús resucita el proyecto liberador que fundó la identidad del pueblo del desierto: un Dios que no habita templos de piedra, sino tiendas de campaña; que acompaña al oprimido en su travesía, nube que da sombra bajo el sol del desierto y columna de fuego que alumbra las noches frías del miedo. Jesús pronuncia esos nombres como quien abre una puerta: recuerda que la fe de Israel nació en el movimiento, no en el poder; en la marcha, no en la muralla; en la esperanza que se levanta y anda, porque el Dios de la “anástasis” sigue caminando con su pueblo.

Cuando Jesús cita al “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, está recordando la zarza ardiente del Éxodo. Ese Dios no se revela en los palacios, sino en la intemperie, frente a un pueblo esclavizado. Es el Dios que rompe el pacto con Faraón, que no tolera templos al servicio del opresor. Decir “Dios de vivos” es decir “Dios de los que aún luchan”, el que mantiene vigente la alianza con quienes el imperio pretende enterrar. La resurrección es la continuidad de esa memoria liberadora: el triunfo de la vida popular sobre cualquier maquinaria de muerte.

Ese Dios del desierto aún levanta su tienda entre quienes huyen hoy de sus propios faraones.

La historia no terminó en las páginas del Éxodo ni en la plaza de Jerusalén; la anástasis continúa escribiéndose en los nombres de nuestras matriarcas de hoy.

En nuestra pequeña comunidad de esperanza las matriarcas se llaman Neddy, Conchita, Anita, pero también son Reyna, Alicia, Chelita, Paty, Mary, Sandra, Ale, Gabi y también Alma,  Silvia, Juanita, Liz, Cinthia, Natalie, e incluso Annita quien está registrando las historias de cada una de ustedes. Son las mujeres de nuestra Parroquia San José, las que no se rinden, las que encienden la fe con la candela de la resistencia cotidiana. Ellas son nuestras matriarcas del Reino, portadoras del fuego que no se apaga, hijas del Dios que levanta, madres de la esperanza que no muere.

En nuestras manos cansadas, en los pies agrietados de las mujeres que madrugan a trabajar, allí se gesta la “anástasis”. No comienza en el templo, sino en la calle donde la vida resiste.

Y ahí, hermanas de Parroquia San José, encontramos nuestra propia historia. Ustedes han sido mujeres valientes, mujeres que han sobrevivido a la violencia, al desarraigo, a la migración, a los desafíos de sostener la vida en medio del miedo. Mujeres que han defendido a sus familias, que han criado a sus hijos e hijas con dignidad, que han sostenido la fe cuando el cansancio ha querido apagar la esperanza. Cuando la enfermedad toca a nuestras personas amadas, cuando el trabajo se pierde, cuando los hijos e hijas parecen extraviarse en los caminos de la vida, Dios mismo —Dios de “anástasis”— se levanta a nuestro lado y nos resucita la esperanza.

El libro de Job lo dijo con la voz del dolor más hondo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará sobre el polvo.” Job no habla desde un trono, sino desde la ceniza; no desde la abundancia, sino desde la pérdida. Su “go’el” (גֹּאֵל), su redentor, no es un concepto, sino un Dios que defiende su causa cuando todo lo demás se ha derrumbado. Job es la voz de quienes no se resignan al destino, la voz de las mujeres que, tras perderlo todo, todavía se atreven a esperar.

El salmista también ora desde esa frontera: “Escucha mi clamor justo; guarda como a la niña de tus ojos; escóndeme bajo la sombra de tus alas.” Es el ruego de quien no se rinde. Bajo las alas de Dios se refugian las corporalidades heridas, cansadas, perseguidas, deportadas. Ese refugio no es evasión: es el espacio donde la “Ruaj” de Dios reconstruye la confianza y la valentía.

La segunda carta a los Tesalonicenses habla a una comunidad que se siente confundida, desorientada, tentada a creer rumores que anuncian el fin. “Que nadie les engañe”, dice la voz apostólica. La “anástasis” no es rumor ni teoría; es una certeza que se experimenta en la fidelidad. “Dios les escogió desde el principio para salvación mediante la santificación del Espíritu y la fe en la verdad.” La verdad aquí no es idea abstracta: es el evangelio que levanta, que consuela, que confirma. Por eso la oración final: “Consuele sus corazones y les confirme en toda buena palabra y obra.” No basta con creer en la resurrección; hay que encarnarla, hay que vivirla, hay que obrarla; la resurrección es palabra que sostiene, acto que levanta, gesto que cura.

“Ruaj” de Dios viviente, 

sopla sobre nuestras cenizas. 

Sopla sobre nuestras rodillas temblorosas. 

Sopla sobre la iglesia cansada y levántanos. 

Haz de nuestra fe una brasa, no un recuerdo. 

Reanima lo que se ha dormido, 

alza lo que el miedo dobló, 

inflama el polvo con tu aliento de vida.

La “anástasis” es ponerse en pie frente al “orden” que arrodilla. Es la vida insurrecta que dice no al imperio, no al patriarcado, no al miedo. Cuando la fe se convierte en espectáculo o en control, repetimos la trampa de los saduceos. Pero cuando la fe se convierte en ternura activa, en justicia que protege, en hospitalidad que acoge, entonces el Reino de Dios resucita, se levanta, se acerca.

Nuestra comunidad conoce de esas resurrecciones pequeñas, concretas. En la mesa donde nadie compra lugar, compartimos pan y dignidad. En la oración por quienes sufren enfermedad o duelo, tejemos una red de consuelo. 

Cuando partimos el pan y decimos “esto es mi cuerpo”, el Resucitado nos recuerda que la resurrección no es promesa suspendida: es alimento compartido, cuerpo entregado, comunidad que se sostiene. En esa mesa, la vida rota se vuelve pan multiplicado; los nombres de nuestros ausentes se vuelven presencia; los dolores se transforman en comunión. Allí Cristo resucita, no en los discursos, sino en la ternura concreta de las manos que sirven y reparten.

En la solidaridad con quienes migran o buscan techo, encarnamos el amor que organiza y sostiene. En cada palabra de ánimo, en cada acción por la justicia, en cada acto de perdón, en cada despensa que compartimos con quien tiene miedo de ir al supermercado, Cristo se levanta en medio de nosotras y nosotros.

La resurrección no espera al domingo de Pascua ni a la tumba vacía: acontece cada vez que una mujer se atreve a levantarse, cada vez que una familia vuelve a comenzar, cada vez que un pueblo, aunque herido, sigue soñando; cada vez que el poder imperial y patriarcal quiere atraparnos con engaño. “anástasis” es la gramática del evangelio: el verbo que Dios conjuga en quienes se niegan a morir en vida.

Vivir como hijos e hijas de la resurrección hoy es organizar la vida contra el permiso del imperio: construir redes de cuidado, compartir el alimento con quien siente inseguridad de salir a buscarlo a la calle, proteger y respetar los cuerpos de las mujeres, y levantar economías del cuidado donde la ganancia no tenga la última palabra. Allí se verifica que Dios es de personas vivas: cuando las relaciones dejan de ser dominio, cuando la comunidad se gobierna por la ternura y no por el miedo.

Cuando el pan se reparte y no se acumula, el Reino de Dios se hace visible.

Por eso, iglesia, levántate. No retengas la enseñanza como museo, sino como misión. No temas al cambio ni al futuro. Dios nos llama a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo, gloria que no se mide en prestigios, sino en amor encarnado.

Mujer, levántate. No eres propiedad de nadie. Eres hija, maestra, pastora, profeta de esperanza. Tu voz es Evangelio. Tu historia es testimonio de “anástasis”.

Pueblo, levántate. Cuando el miedo te mate las expectativas, deja que Dios resucite tus sueños. Cuando la enfermedad, la pérdida o el fracaso parezcan tener la última palabra, recuerda: “Dios nos resucita a su proyecto de alzamiento popular.”

Cada vez que levantamos a alguien del suelo, Cristo resucita. Cada vez que acompañamos a quien sufre, Dios vuelve a respirar a través de nuestro cuerpo. La “anástasis” no es futuro: es presente. Es la promesa viva que sostiene a Parroquia San José, comunidad del Resucitado, taller de vida nueva donde la “Ruaj” Divina sigue diciendo: levántate y camina.

Dios del desierto, aún levanta su tienda entre los pueblos que resisten los embates demoledores del imperio. Cada vez que alguien se levanta del suelo, y hace de la resurrección un levantamiento popular: la tierra tiembla de ternura y el cielo se abre como casa compartida. “Anástasis” es insurrección de vida, revolución terca de amor que hospeda, abraza y vuelve morada lo que el mundo declaró desierto.

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