Un tabernáculo llamado Deseo
Por Silvina Chemen-
“Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda.” (Shmot-Éxodo 25:2)
“Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos.” (Shmot-Éxodo 25:8)
La parashá de esta semana inaugura una larga colección de textos acerca de la construcción del Mishkán-Santuario-Tabernáculo.
Es comprensible imaginar un espacio necesario en ese no-espacio que es el desierto para comenzar a fundar una fe nueva, sin garantías en lo inhóspito de ese tránsito por el desierto. (Releo que lo que acabo de escribir y pienso si acaso no es una buena definición de lo que significa tener una vida de fe hoy en día…)
¿Cómo construir un lugar material para una experiencia espiritual? ¿Cómo hablar de morada para una existencia/presencia que no habita en ninguna parte y a su vez se la considera que está en todos lados?
Ya hemos comentado la belleza poética a la que nos invita este comienzo de construcción. El Santuario sucede cuando cada uno da lo que su corazón le dicta. No es el lugar, ni la riqueza de sus materiales. Es la voluntad y el amor con el que las personas ofrecen lo de sí para que esta experiencia colectiva suceda.
El Tzadok HaKohen de Lublin (s.XIX) en Tzidkat HaTzadik escribió:
“A través del deseo [el hombre] puede convertirse en un recipiente para el reposo de la Presencia de Dios en su corazón. Ésta es la razón de los dones para el Tabernáculo de «Cada uno según la entrega de su corazón» (Éxodo 25:2), que a través de la entrega del corazón de los israelitas viene la construcción del Tabernáculo, trayendo la Presencia de Dios debajo. Así es de acuerdo con lo que cada uno desarrolla en su corazón, ya que los sentimientos de una persona no son comparables a los de su prójimo. Depende de la generosidad del corazón y la fuerza de su deseo de asir es la morada de Dios.”
¡Tanto hay para decir de este bello texto jasídico!
A través del deseo nos podemos convertir en un recipiente para el reposo de la Presencia de Dios en el corazón de cada uno de nosotros.
Qué lejos estamos de esa experiencia cuando hoy la fe y la religiosidad se ocupan en sus versiones más extremas de anularnos el deseo, de homogeneizar a los creyentes, de hacer del mensaje divino una limitante doctrina disciplinar.
La fe no adiestra ni suprime el deseo.
El Santuario fue y debería ser por definición, el lugar en el que nos animamos a habitar nuestro deseo, que es la genuina expresión de nuestra particularidad; lo que queremos hacer, lo que nos representa, nuestros sueños, nuestros proyectos, nuestras capacidades al servicio de la construcción de nuestra persona y nuestra sociedad.
Sólo siendo respetuosos y fieles a lo que deseamos nos hacemos recipiente de la Presencia de Dios, que se llama Seré el que Seré, porque está esperando habitar en aquellos que se animen a responder del mismo modo; seremos lo que seremos, de acuerdo con cómo deseemos serlo.
La fe no coarta.
No incomoda.
No suspende.
No obtura.
La fe nos agranda el corazón de tal modo que hay espacio para un Santuario para Dios.
“Cada uno según la entrega de su corazón”; y para lograrlo deberemos dejar en libertad a nuestro corazón para descubrir qué es lo que tiene para entregar, eso único, inimitable, propio que tenemos y somos.
“Así es de acuerdo con lo que cada uno desarrolla en su corazón, ya que los sentimientos de una persona no son comparables a los de su prójimo.”
Un Santuario para Dios es el lugar que legitima la diversidad, porque allí reside el secreto de esta construcción: hacemos morada divina cuando nuestros Santuarios, es decir, el respetuoso y amoroso lugar que le damos a Dios al vivir nuestros deseos en libertad y responsabilidad, se unen para celebrar en comunidad la capacidad de un grupo de personas que traen lo mejor de sí, con todos sus matices, sus búsquedas y sus hallazgos.
¡Qué lejos está esta primera visión de la morada divina de las pomposas construcciones en nombre de una divinidad que no quiere jerarquías, ni exorbitancias externas, ni hegemonías, sino que quiere que cada uno reconozca quién es, quién quiere ser, cómo llevarlo adelante y entre todos, hacer de este mundo y de nuestras acciones concretas el mejor de los Santuarios!
“¿Por qué la Torá dice: «Construye un santuario para mí y habitaré en ellos» (plural)? ¿No sería más correcto decir, «edifica un santuario y yo habitaré en él» (singular)?”, se preguntó un rabino jasídico. “La respuesta nos enseña que Dios realmente desea un santuario en cada uno de nosotros.”
A veces nos escondemos detrás de denominaciones, movimientos, grupos de afinidad y así creemos evitar el laborioso y a su vez hermoso camino de descubrir en nosotros dónde dejamos que Dios habite y cómo cuidamos de esa santidad. Nos profanamos a diario, nos traicionamos diciendo lo que no pensamos, haciendo lo que no queremos, escondiéndonos en una masa informe que nos exige la anulación del sí mismo para pertenecer vaya a saber a qué orden más importante que uno mismo.
Acostumbrados a un tiempo de inmediatez, donde no hay respeto por los tiempos sin tiempo, por los procesos largos, por las esperas, donde la frustración es fracaso y no aprendizaje, donde el silencio incomoda y nos ponemos música dentro de los oídos para no sentirnos tan solos… esta parashá nos invita a sosegar la marcha y auscultar el corazón, el deseo de nuestro corazón y a preguntarnos por nuestro trabajo de escucharlo y llevar adelante eso que solamente podemos y debemos hacer nosotros por nosotros mismos.
Una vez le preguntaron al Rebe Menajem Mendel de Kotzk: “¿Dónde está Dios?” Y él respondió: “Donde lo dejen entrar”.
Y yo agregaría: “Allí donde nosotros mismos nos permitamos entrar y descubrirnos”.
La autora es Rabina en Buenos Aires, Argentina