María de Nazaret, Patrona del pueblo evangélico
Por Silvina Repullo-
Titulé así este artículo (nacido de una Conferencia) con el objetivo de sintetizar, de alguna manera, mi experiencia religiosa en torno a María, de estos últimos años. Déjenme que les cuente algo de mí para que entiendan mejor.
Hace siete años concluí mis estudios en Teología en el Seminario Bautista de Buenos Aires. Hasta ese momento mi mundo religioso era sólo evangélico. Yo no conocía nada más. Para mí todos los demás eran pecadores y debían convertirse. Claramente tenía una concepción de Dios y del Reino de Dios a la que casi le podía poner la dirección postal de mi Iglesia.
En ese momento, comencé a estudiar en la Universidad Católica. Ahí descubrí una verdad bastante fundamental que quiero compartir con ustedes: las personas católicas también son seres humanos. Más allá del chiste, la verdad es que compartir ese tiempo en la facultad fue el momento más trascendental de mi camino espiritual. Me hice un muy buen amigo, que hoy es mi esposo; mis mejores amigas y amigos en la actualidad son católicos. También mis compañeras de estudio y mentoras teológicas y académicas, son católicas.
Al empezar a habitar en el mundo católico uno no puede dejar de llamar su atención a una figura muy presente en ese mundo: la Virgen María. Las hay en todos los colores y tamaños. Una “Nuestra Señora” arraigada en cada país.
Para hacer un poquito de historia y ver cómo en ese lado del mundo religioso la figura de María empezó a tomar importancia, tenemos que irnos al 431 d.C., cuando en el Concilio de Éfeso María es proclamada Theotókos (madre de Dios), esto, oficialmente, inició el “culto a María”. La verdad es que al llamar a María “Madre de Dios”, el Concilio de Éfeso tenía como objetivo glorificar al Hijo, darle un ancla en la historia humana. El mismo Concilio declaró que, en la encarnación, la humanidad y la divinidad estaban tan íntimamente relacionadas, que era apropiado hablar de María no sólo como su madre carnal, sino también como Madre de Dios.
Ellos no pudieron vislumbrar que, nosotros, hoy, con el diario del lunes, podemos ver que llamar a María Madre de Dios podía dar origen a dificultades teológicas, como por ejemplo, su superioridad en relación a Dios Padre, su superioridad en relación al Dios Hijo, o un reavivamiento de las tradiciones de la Diosa Madre (de las religiones consideradas paganas), estableciendo una identificación entre María y los cultos de origen naturista y panteísta.
Incluso, corriendo este riesgo, el Concilio de Éfeso inició el culto oficial a María. En verdad, estaba reconociendo el lugar preeminente que ella siempre había tenido, fuera de la oficialidad eclesiástica. María permaneció como un personaje polisémico, que consiguió asumir, en su figura, expresiones culturales distintas. Ella consigue sintetizar la tensión existente entre modelos distintos: personaje humano y divino, humilde y venerado, mujer y santa, virgen y madre.
Allí también podemos descubrir el bipartidismo que se creó en torno a la imagen de María también en el pueblo católico. Existía una María, la de los monjes y la del linaje religioso, para quienes era un símbolo de espiritualidad ascética. La iglesia oficial venera su imagen y ajusta sus doctrinas a un modelo femenino asexuado: la María que calla y guarda todas las cosas en su corazón, el modelo de mujer perfecta al que todas las demás mujeres deben aspirar. La otra imagen es la María del pueblo, de la espiritualidad popular, venerada por su poder de fecundidad, que se manifiesta en la tierra ayudando a las personas en su día a día, acompañando a los hombres como una Madre que cuida a sus hijos.
Ahora, con este panorama descriptivo católico en la mesa, volvamos a nuestro lado de la vereda.
Por otro lado, yo miraba nuestro contexto evangélico y veía lo que muy pronto todos vamos a empezar a ver: María es mencionada sólo una vez por año. Se acerca el tiempo de la celebración de la Navidad, y en nuestras iglesias empezamos a pensar los programas evangelísticos, el culto especial, la preparación de la obra navideña. Una de las principales cosas que hacemos, tanto en la iglesia como en casa, es preparar el pesebre: la representación gráfica de la llegada al mundo de Dios, como un bebé, pero, al lado de Jesús recién nacido, nos encontramos con la figura de María, arrodillada y sonriente.
María suele ser una figura un poco ajena para nosotros los evangélicos. Si bien la admiramos como ejemplo de fe, nos produce un poco de rechazo la expresión “Virgen María”. A veces nos da casi miedo. Muchas veces María, en el mundo evangélico, se convirtió en una especie de “Innombrable”. Hay muchas razones que pueden explicarlo: diferencias con otras tradiciones (especialmente las católicas), o tal vez sea simplemente porque hay muy pocos pasajes bíblicos que la mencionan.
María de Nazaret en todo el Nuevo Testamento dice sólo 191 palabras (un par de tweets). Probablemente la historia haya registrado muchas más palabras nuestras que de María.
Pero, estas escasas menciones tienen una riqueza inmensa escondida. En su historia María se llega a identificar con muchas vivencias que nos son contemporáneas. Nos cuentan que María de Nazaret, siendo joven, tiene una experiencia de encuentro trascendente: un mensajero de Dios le propone ser agente activa en su misión para la humanidad, y ella lo acepta valientemente (Lc.1.28-38). María fue madre de Jesús (Mt.1.20-21), madre en el exilio, refugiada, migrante (Mt.2.13-15); mujer que canta, habla y denuncia por la liberación de los oprimidos (Lc. 1.51-55), ejemplo de discipulado por sus palabras (Lc.1.46-50) y por sus obras (Jn.2.5). Testigo de la muerte (Jn. 19.25-27), pero también testigo de la vida derramada en el Espíritu en Pentecostés (Hch. 1.13-2.4).
Pensando en esta mujer, que llegó a convertirse en un símbolo tan fuerte y que tiene tanto que enseñarnos, pensé en nuestro propio contexto. Reflexionando sobre el mismo, se me hizo la luz: el punto clave del porqué nos cuesta tanto a los evangélicos hablar de María. Porque en su rol maternal nos revela a Jesús en su realidad humana más vulnerable: frágil, pobre, dependiente, desnudo y hambriento.
Frente a nuestras realidades tan necesitadas de Dios, muchas veces elegimos quedarnos con el Cristo Triunfante que vence a la muerte y está sentado a la derecha de Dios, reinando con poder. Pero al preferirlo, a veces despojamos a Jesús de todo rasgo histórico, terrenal, que lo conecta con nuestra vida, nuestras experiencias más humanas y frágiles. Lo distanciamos y lo ponemos en un plano totalmente distinto, como si nunca hubiese necesitado de nadie y con esta imagen, María es olvidada y devuelta a la cajita del pesebre hasta el próximo año.
En la Cristología también existe una grieta, una tensión que es reflejada, como vimos, en nuestras tradiciones:
La Cristología Descendente (Protestante): Basada en Juan y Pablo (principalmente Filipenses 2): “Siendo Dios, descendió a condición de hombre”.
La Cristología Ascendente (Católica): Basada en los Evangelios Sinópticos: “Siendo hombre, fue haciéndose consciente de su naturaleza divina”.
La cristología protestante suele tener el sesgo en la línea descendente, y con eso muchas veces rozamos el docetismo (Herejía cristiana que se desarrolló durante los primeros siglos del cristianismo y que se caracterizaba por considerar que el cuerpo de Jesús era aparente y que su humanidad no era verdadera.): aislamos a Jesús de todo contexto histórico, en el que fue un niño que aprendió, que dependió de otros y en esto María es olvidada.
¿Qué implicancias pueden tener en las prácticas de la fe y espiritualidad quedarnos con un Jesús “Cristo Triunfante” y despojarlo de toda humanidad?
¿Qué desafíos deja a nuestras prácticas pastorales (especialmente en Latinoamérica) tener a un Jesús de la Gloria, en vez de un Jesús de la Tierra, en mis luchas?
Y en este desafío: ¿Cómo podemos incorporar a María a nuestras tradiciones?
María puede enseñarnos, en este mundo tan injusto, sobre la valentía y la fortaleza, sobre la denuncia de las injusticias.
Que la figura de María se convierta en “Patrona”, ejemplo para nosotros. Un símbolo de contradicción, que puede mostrarnos a ese Dios-bebé frágil, necesitado y hermano nuestro, mientras puede anunciar con certeza que Él mismo también es quien “Quita a los poderosos de sus tronos; y exalta a los humildes”.
La autora vive en la Ciudad de Buenos Aires. Es Profesora en Ciencias Sagradas por el SITB. Es Bachiller en Teología por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Es Miembro del Programa de Estudios, Investigaciones y Publicaciones Teologanda. Coautora del libro “Feminismo y Teología Cristiana: una oportunidad de encuentro”, publicado por Ed. Ecclesia Joven.