¿Cómo son los hombres en el mundo?
Por Stefano Ciccone-
La violencia de género nunca cesa, parece que no existen herramientas adecuadas para combatirla. El problema es cultural: quien realiza un acto de dominación debe comprender que sufre una pérdida en su humanidad
El 25 de noviembre, Día Internacional de Lucha contra la Violencia de Género, corre el riesgo de ser, como todos los aniversarios, una ocasión formal y retórica. ¿Quién no está en contra de la violencia? Sin embargo, la lucha contra la violencia no es indolora ni neutral. Todos estamos dispuestos a condenar la violencia, pero menos dispuestos a cuestionar clichés, representaciones y expectativas compartidas. Si la violencia machista es el resultado de una cultura consolidada, contrarrestarla significa crear un conflicto.
La fecha del 25 de noviembre nos pide también hacer un balance, cada año, de lo que ha cambiado, de lo que se ha hecho y de lo que es posible. La sensación frustrante es que nada cambia a pesar de que las campañas de concientización, los servicios y las innovaciones regulatorias se han multiplicado en los últimos diez años. El número de mujeres asesinadas por sus compañeros en una especie de guerra diaria y molecular aparentemente continúa sin cambios.
Debemos reconocer que la respuesta de la sociedad a la violencia de género sigue siendo inadecuada y contradictoria. Los medios de comunicación siguen retratándolo como una fuerza extraña y oscura: la explosión inexplicable de hombres hasta ese día tranquilos y respetables, fruto de una patología individual. La alarma social por la violencia de género se aprovecha para alimentar políticas xenófobas y represivas. Paradójicamente, este camino acaba eliminando el problema delegándolo a la policía y liberando a la sociedad de la responsabilidad de cuestionarse a sí misma: encarcelemos a los culpables y tranquilicemos nuestro corazón. Incluso los caminos seguidos por los autores de la violencia, si se ven obligados a eliminar la complejidad para corresponder a la lógica del derecho penal y, por tanto, a medir, certificar y "disciplinar", terminan traicionando su objetivo de promover un cambio profundo.
"No aceptó la separación": detrás de esta frase se esconden interpretaciones encontradas. El más inmediato subraya lo absurdo de la desproporción de la reacción. Uno, insidioso y ambiguo, interpreta la violencia como un "déficit de virilidad", resultado de un desorden. Esto alimenta la nostalgia por esa norma masculina perdida que dominaba a las mujeres, pero regulaba el comportamiento masculino. Sin embargo, es precisamente ese orden jerárquico el que genera violencia.
¿Por qué la dolorosa experiencia de la separación es tan intolerable para los hombres y desencadena esta reacción destructiva y autodestructiva? Después de matar, muchos hombres recurren a la violencia contra sí mismos o se entregan a prisión. No es simplemente el dolor del abandono: es la experiencia de impotencia incompatible con el mito de la autosuficiencia con el que fuimos criados. La reacción estalla ante la libertad de una mujer que dice no, que se va, y la violencia se legitima como castigo por una falta femenina: una elección ilegítima e inaceptable.
Hoy la cultura de control y dominación asume el papel de victimismo. Hombres amenazados por el cambio, discriminados por la igualdad de oportunidades, atacados por el oportunismo femenino, castrados por la dictadura de lo políticamente correcto. El resentimiento masculino frustrado no sólo se expresa en la dimensión individual: es uno de los pilares de la paranoia de la conspiración hostil que alimenta el populismo nacionalista. La frustración individual encuentra una orilla en el sentido común. No basta con responder al contraataque misógino y chauvinista con un "sermón de buenas maneras". No se trata de pedir a los hombres que ejerzan la virtud varonil del autocontrol o que “renuncien” a la dominación.
Quizás sea más útil tratar de revelar cómo cada acto de dominación y violencia conlleva una pérdida para la propia humanidad. Mirad cuánto cada uno, al imponerse, se traiciona. Así, la ironía hacia las "mariquitas", o el estigma hacia los homosexuales imponen la disciplina de la virilidad a todos los varones. La dominación e inferiorización del otro, la incapacidad de leer las diferencias fuera de una lógica jerárquica nos imponen una experiencia alienada y forzada.
La deshumanización de los demás, la representación paranoica de un Occidente rodeado por un mundo amenazador, que hoy legitima la guerra como única solución, nos deshumaniza. El camino hacia el poder resulta ser un callejón sin salida que empobrece nuestras relaciones. Hemos vivido en el mito, como hombres y como ciudadanos, de la libertad en las relaciones y nos encontramos incapaces de pensar en la libertad en las relaciones. El imaginario patriarcal no ofrece a los hombres un significado sobre su ser en el mundo. No puede darnos los recursos para vivir en un mundo privado de la creencia tranquilizadora en nuestra superioridad y autosuficiencia.
Ese mundo ya pasó y necesitamos otras palabras, otros deseos que nos liberen de la destructividad de las tristes pasiones.
Fuente: RIforma it
Traducción: Claudia Florentin. Con Efe