El resonar de mis ancestras-ancestres pentecostales en la dispersión

Jael de la Luz

Jael de la Luz

Jael de la Luz nos propone revisar la historia de la Iglesia de Dios en la República Mexicana (IDRM) que cumple cien años; dentro de la historia institucional se va entretejiendo su propia historia, como mujer, como creyente, como feminista. Lo haremos en cuatro entregas semanales.

Autobiografía dentro de la celebración

Este noviembre de 2020, la Iglesia de Dios en la República Mexicana (IDRM) cumple cien años de presencia en México. La IDRM es una de las iglesias más importantes del movimiento pentecostal mexicano y con muchas características transfronterizas en sus primeros años de historia. Sin proponérmelo, en tono celebrativo hace 10 años la publicación de mi libro El movimiento pentecostal en México. La Iglesia de Dios 1926-1948, permitió que al interior de esta iglesia y en la academia se reflexionara sobre el aporte de las expresiones pentecostales que, hasta ese momento, al menos en México, no habían salido de las historias locales o denominacionales (tenemos la historiografía de Jean Pierre Bastian y trabajos posteriores, pero centrados más en los protestantismos históricos).

            Haciendo una recapitulación de aquel momento donde yo estaba envuelta en la investigación histórica y abriendo una línea de trabajo poco explorada desde la historia, en ese entonces, algunas inquietudes se quedaron en el tintero. Inquietudes vinculadas al plano personal y a mi propia experiencia de haber sido parte de una iglesia pentecostal por casi 30 años ininterrumpidos. Inquietudes que no pude explorar desde la academia porque en el ambiente intelectual en el que fui entrenada cómo investigadora de lo social, debía tener un acercamiento objetivo a mi objeto de estudio… y así, una parte de mis preguntas fueron escondidas, mientras que mi apuesta de ser creyente poco a poco se diluyo cuando desde mi condición de mujer cuestioné no sólo la historia que estaba escribiendo y reconstruyendo, sino los silencios con los que me topé en muchos casos al preguntar sobre prácticas y comportamientos que en ese momento no sabía cómo nombrarlos.

            Crecí en una comunidad pentecostal pobre, en los márgenes de la modernidad de México. Originaria del municipio de Nicolás Romero, un lugar que en el pasado fue bastión de liberales que apoyaron a Benito Juárez en su huida al norte de México, el territorio nicolaíta fue escenario de grandes bosques, parajes y ojos de agua que vieron sus suelos transformados por las fabricas textileras, carboneras y papeleras durante el Porfiriato, lo mismo que por grandes haciendas. Cuando mi madre llegó del estado de Veracruz a principios de 1970 a este municipio y comenzó junto a mi padre una vida en pareja nada fácil, uno de los espacios de “contención” fue una iglesia pentecostal que la ha abrigado por casi ya cuatro décadas. Ella cuenta que al embarazarse de mi, decidió entregar su vida a Cristo, después de una exhaustiva labor de evangelización que una familia de hermanos hizo durante casi cuatro años

            Mi madre tuvo tres hijos, y los tres fuimos educados en la fe pentecostal. En mi mente de niña, no cabía la idea de por qué mi madre no nos dejaba escuchar música del “mundo” como lo hacían los vecinos; o por qué no teníamos tele en casa; más aún por qué no decíamos groserías o simplemente, no se nos permitía salir a vagabundear en lugar de hacer deberes domésticos, escolares, y todavía ir a la Iglesia a pasar los fines de semana. Para mí fue más cercana la disciplina porque mi madre pertenecía al grupo de evangelismo que dos veces por semana, iba de casa en casa predicando; yo era la única niña en un grupo de adultos apasionados por Di*s. Lo que para mi madre fue novedad de vida, para mí (no sé muy bien si para mis hermanos, también) significó prohibición, miedo, nostalgia y un gran sentido de trascendencia.

            Prohibición porque todo lo que me gustaba de niña en relación a la corporeidad (baile, ejercicios físicos) y el descubrimiento del mundo (fiestas y convivencias “paganas”), me eran ajenas y terrenos en los cuales no debía involucrarme a no ser que deseará perder mi salvación. Miedo porque siempre tenía que actuar muy conscientemente de lo que me inculcaron; no debía hacer, escuchar, caminar, tocar, probar y sentir nada fuera de lo que Di*s, la Biblia y la tradición religiosa dictaban. Di*s estaba en el cielo como un gran juez castigador al que nada se le escapaba. Nostalgia por lo no vivido, por lo escuchado de adultos en la fe que contaban cómo Di*s se había manifestado y sanado a cojos, ciegos y personas con enfermedades terminales; parte de esa nostalgia me llegaba al leer la vida de hombres y mujeres que creyeron a Di*s y emprendieron viajes sin saber cuál sería el destino final. La escasez económica, afectiva y material abrigaron en mí el deseo de soñar y andar por fe pese a todo lo que me negaba la vida.

            En cierto sentido, ese deseo de trascendencia y fe en mi misma fue herencia de mi madre y mi abuela, quienes, ante las adversidades, no abandonaron la esperanza de ver en su descendencia “la obra de Di*s”. Ese gran deseo de trascender me llevó a no renunciar a estudiar Historia cuando se me aconsejaba en la iglesia que dejara la carrera porque perdería mi fe y me volvería atea al leer a Karl Marx, o cuando presenté el proyecto de tesis y mis profesores dijeron que hacer historia “eclesiástica” no era lo más conveniente.

            Escribir El movimiento pentecostal en México fue un ejercicio de deconstruirme y construirme a mí misma. En el tiempo que comencé a escribir, la historiografía de los protestantismos mexicanos no tenía más de 30 años y los trabajos de Jean-Pierre Bastian y Rubén Ruiz Guerra eran los más leídos entre quienes se interesaban por el fenómeno desde una perspectiva histórica. Después conocí los textos de Leopoldo Cervantes-Ortiz, Carlos Martínez, Carlos Mondragón, Carlos Monsiváis, Felipe Vázquez, Rodolfo Casillas, Carlos Garma, Elio Masferrer, Roberto Blancarte, Renée de la Torre y Patricia Fortuny Loret de Mola. Ya había una considerable producción sobre el pentecostalismo mexicano y algunas interesantes propuestas, pero todavía nada histórico, salvó el libro de Manuel Gaxiola, La serpiente y la paloma. Historia, teología y análisis de la Iglesia Apostólica de la fe en Cristo Jesús (1914-1994). Pase horas leyendo y dialogando con estos autores que respondían a preguntas académicas, pero no existenciales.

            Yo quería, en cierto sentido, que mi gente, los pentecostales, supiera que el proyecto por iniciar no sería sólo para licenciarme, sino que era la expresión de una búsqueda personal llena de encuentros y desencuentros con la fe que aprendí de niña, no exenta de reclamos, pero también de amor y esperanzas futuras. Deseaba que supieran lo valioso de su bagaje histórico: la presencia de una colectividad que, movida por su fe, logró transformar el escenario de la diversidad religiosa mexicana. ¿Cómo una mujer intentaría escribir, y sobre todo “interpretar” hechos y acciones que habían sido escritos por la mano de Dios? ¿Cómo podría escribir una Historia científica, objetiva y con todo el rigor que mi profesión me exigía? Me aferré a este proyecto porque creí y sigo creyendo que no hay un sólo relato y un solo guión de la Historia como se nos dijo después de la caída del socialismo real. Creo en la diversidad de relatos y de actores que conforman la Historia, por lo tanto lo que hacía, para mí valía la pena ser escrito, contado y recuperado. No quería hacer historia eclesiástica, ni una historia de bronce, positivista y halagadora con quienes se cuentan por santos y mártires del pentecostalismo mexicano. Por ser mujer, humanista y joven en ese entonces, tanto pastores como académicos dudaron que fuera posible. Por ello en parte, el proceso de escritura fue muy doloroso, pero nada solitario.

            Doloroso porque de todas las fuentes escritas encontradas en archivos públicos y privados, sólo un documento escrito por una mujer me encontré. Todas las cartas, memorias, actas y documentación recabada fueron escrita por hombres y desde su experiencia. Eran narraciones que masculinizaron la experiencia y la trayectoria pentecostales. Las mujeres aparecían en los relatos de forma accidental o para explicar las causas de crecimiento, división y cierre de ciclos, pero pocas veces se les dio un lugar protagonista. Las fuentes y archivos con los que me topé entonces, en su mayoría eran “huellas” de la presencia y obras de hombres; sólo en fotografías había mujeres y lo que había de ellas era lo escrito por hombres y sus percepciones sobre ellas, e incluso las reglas impuestas por ellos a los cuerpos y andares de las primeras generaciones de mujeres conversas.

            Por haber crecido en un espacio religioso en donde no podía pensar la Iglesia sin la presencia y reconocimiento de las mujeres era muy obvio para mí pensar lo que las mujeres hacen, pero no para quienes escriben Historias. Y a base de ir rastreando nombres en diversas fuentes, puede conocer de la vida y trayectoria de Anna Sanders, Romana Carvajal de Valenzuela, Raquel Águila de Ruesga y María Atkinson, fundadoras de los movimientos pentecostales en México. En lo que iba escribiendo, las incorporé en los procesos y acciones colectivas.

            En ese tiempo no destaqué del todo su liderazgo y cualidades que hicieron del movimiento pentecostal mexicano una oferta religiosa en constante crecimiento porque sentía que aún me faltaba “algo”. Fue en foros internacionales y de forma más acabada en Ecuador, donde la Red Latinoamericana de Estudios Pentecostales (Relep), me permitió compartir un trabajo de recuperación histórica de todas estas mujeres, a las cuales también me debo. Las mujeres en el pentecostalismo mexicano. Apuntes para la historia (Las pioneras, 1910-1948) se encuentra hoy en la red para ser consultado. Y si algo se quedó en el tintero de aquellos primeros acercamientos, fue decir que sí hay algo que atraviesa las Historias de las iglesias protestantes, evangélicas y pentecostales, al menos en el caso mexicano, es la violencia simbólica, erótica, libidinal, educativa y de ejercicio de poder que las mujeres han experimentado y de la cual todavía se guarda mucho silencio.

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            Pasados ya diez años de El movimiento pentecostal en México, he ido encontrando respuestas tanto fuera como dentro de las iglesias, ya no como miembro, pero sí como depositaría de una tradición sobre la cual todavía hay mucho que decir, que analizar; muchos mitos que derribar y espacios que construir. Hoy me queda claro que El movimiento pentecostal en México fue en primera instancia una necesidad personal de pensarme y de pensar a mi madre, a mi abuela y a muchas mujeres que no pudieron acceder a grados académicos, a trabajos bien pagados, al disfrute y cuidado de la maternidad, o a una vida en pareja movida por el amor y el respeto, y que en el pentecostalismo pudieron encontrar un nuevo sentido a su vida, el cual trasmitieron generacionalmente. Ellas creyeron que la generación a la cual sus hijas e hijos pertenecerían podría cambiar la historia de su linaje, de su familia, de su comunidad, y por lo tanto trascender en la memoria colectiva.

            Sabiendo que la tradición pentecostal está fuertemente marcada por una visión dualista de la realidad que tiende a enfatizar lo que considera bueno y/o malo, también creo en la libertad de elección entre las y los creyentes. Al menos es un gusto saber que hoy día muchas mujeres disfrutan de su corporeidad; se arriesgan a amar, incluso fuera de las rígidas normas morales; cuestionan y anhelan que sus iglesias sean transformadas no tanto por el Espíritu Santo, sino por la presencia y conducción de pastoras. Me sorprende encontrar esas formas tan fuertes de solidaridad y cooperación sin condiciones donde la amistad se puede tejer, lo mismo que la complicidad. Por esas y otras razones, la mirada debe afinarse para ver esas formas orgánicas donde las mujeres tienen agencia.

La búsqueda

Transitar de la casa materna a la iglesia, de la iglesia a la academia, de la academia a los movimientos sociales y de los movimientos sociales a migrar, me llevó a tomar más conciencia de no ser sólo testiga del momento histórico que me tocaba vivir, sino de reflexionar sobre la diferencia, la otredad, y en cierto sentido sobre la disidencia.

 

            En ese proceso en el cual aún me encuentro, quiero encontrarme con otras mujeres contemporáneas o personas que cuestionaron el binarismo de género, pero no se autoidentificaron como gays, lesbianas, bisexuales, transgénero o intersexuales, por el temor a perder su salvación y a la codenacion moral de toda la comunidad. Quisiera encontrar voces que cuestionaron los efectos de la heteronormalidad viviendo matrimonios forzados, violencia sexual o doméstica eb sobre del amor o de Di*s. Quisiera encontrar voces disidentes que hablen de cómo sobrevivieron a la cultura del silencio, a la exclusión, al sexismo dentro de las iglesias, o a la apropiación de su trabajo.

            También quiero escuchar a mujeres que tienen memoria de sus resistencias, que gocen de ver los logros de sus luchas y que me relaten como transformaron su institucionalidad religiosa en una fe liberadora. Quiero encontrarme con mis ancestras, ancestros, ancestres donde el vínculo que nos une no es eso vínculo de la sangre biológica, o el vínculo de la nacionalidad o la denominación, sino sabernos parte de una historia común.

            La historia con H mayúscula tiene momentos luminosos, únicos, y es oportuno captar, documentar o recordar qué eso pasó, o que hubo alguien o algunas personas que cambiaron su destino y a través de lo que hicieron, se tomaron muy en serio hacer el cambio. No importando si serían o no recordados a la posteridad. Pero es mejor traerlos a la memoria porque la historia no se repite. Ojalá ese hubiera sido su mandato. Pero como toda ancestral y ancestro, el legado que nos dejan es tomado por generaciones venideras para sanar y suturar lo que está herido o dañado. A veces pienso que el oficio de ser historiadora ayuda.

            Así que a manera de celebración sobre los cien años de historia de la IDRM, estaré compartiendo algunas reflexiones que visibilicen elementos marginales en la vida de esas mujeres que fueron pobres, migrantes, chicanas, extranjeras, mexicanas perseguidas por sus creencias; mujeres y hombres que sin saberlo a bien enfrentaron el racismo estructural de manera creativa con ello se adelantaron a la tan anhelada justicia social y racial. En esta perspectiva, mi próximo texto será sobre William Seymour y el avivamiento en Los Ángeles, California de Azuza Street.  
JAEL DE LA LUZ

Historiadora, escritora y editora mexicana radicada en Londres, Reino Unido. Autora de El movimiento pentecostal en México. La Iglesia de Dios, 1926-1948, con estudios en teología feminista por Teólogas e Investigadoras Feministas en México, ha publicado textos académicos y de opinión en revistas académicas de México, Brasil, Chile, Estados Unidos, España y Reino Unido. Es fundadora de la colectiva Feminopraxis, revista electrónica donde tiene su columna Militancias.

 

Claudia Florentin