El miedo atávico (y religioso) al cuerpo
Por Esther Diaz- Las 12
Desnudez
Basta una rápida mirada a las redes sociales para darse cuenta de cómo se evalúa la desnudez femenina: es incorrecta, debe ser tapada, esos pezones no se pueden ver. Esther Diaz rastrea los orígenes de esa prohibición e invita a remontarse más allá de ese inicio para deconstruir el dispositivo que satanizó a la desnudez.
Cien mujeres desnudas miran hacía la nada. Hieráticas, indiferentes. Se diría pasivas si no fuera por el porte desinhibido de sus cuerpos desvestidos pero calzados. Llevan medias traslúcidas adheridas a la piel, imperceptibles. Diferentes etnias. Dispuestas en filas paralelas y distancia prudencial. Las visitas las miran de reojo, las circundan como esquivándolas. Pispean. No caminan entre ellas, las rodean. No las tocan ni se acercan. Hay cierta incomodidad entre el público de la performance de Vanessa Beecroft, en la Neue Nationalgalerie de Berlín (2008). Se presenció en silencio, casi sin mirarlas, casi sin detenerse. “Algo que habría podido y, tal vez, debido suceder no había tenido lugar”, señala Giorgio Agamben en Desnudez.
Veamos otra exhibición. Una mujer expuesta durante horas, de pie y (en principio) vestida. Rodeada de objetos “de placer” -uvas, pan, vino, flores, perfumes-, “de destrucción” -hojas de afeitar, tijeras, cuchillos, trozos de hierro, una pistola, una bala-, y un cartel anunciando que pueden hacer lo que gusten con su cuerpo, ella se hace responsable. Durante las tres primeras horas solo miraban y sacaban fotos, a lo sumo la besaban o rozaban con una rosa. Luego comenzó la agresión. La desnudaron desgarrando su ropa con hojitas de afeitar, la tiraron arriba de una mesa, la ataron, la llenaron de espinas, clavaron un cuchillo en la mesa, entre sus piernas. Heridas, vejaciones sexuales y hasta un tajo en la garganta del que un hombre le chupó sangre. Ocurrió en la performance de Marina Abramovic “Rythm O” (1974) en el Studio Morra de Nápoles.
Las comparaciones entre ambas experiencias marcan diferencias epocales y coyunturales, pero quisiera destacar algo que las atraviesa: la desnudez. Se podría alegar que en el segundo caso no hay desnudez en la puesta en escena. sin embargo, el hecho que las primeras agresiones del público sean contra el vestido es significativo.
Ahora bien, ¿por qué observar cuerpos desnudos en público inhibió y, por el contrario, observar un cuerpo vestido incitó a desnudarlo con violencia?, ¿por qué el distanciamiento en un caso y la agresión -seguida de huida- en el otro? Veamos un testimonio de Abramovic: “Me sentí violada, me cortaron la ropa, una persona me encañonó la cabeza y otra le quitó el arma. Se creó un ambiente hostil. Después de seis horas me levanté y caminé hacía el público, todo el mundo salió corriendo, se escapaban de una confrontación real”.
¿Confrontar con una mujer desvestida, herida y humillada, al punto de que esa noche brotaron canas en su cabello oscuro? Esa performance le quiso responder a quienes criticaban la “pasividad” del público ante el arte conceptual, y reveló una condición humana intemporal: el odio anónimo, la sexualización, la violencia, el machismo, la cobardía. Es significativo que -al menos en los archivos disponibles- quienes violentaron a Marina Abramovic sean varones. ¿Qué habría ocurrido si el expuesto en Nápoles o si los cien cuerpos desnudos en Berlín hubieran sido hombres?
Escondidas implicaciones teológicas y de género inducen a percibir la desnudez (en especial de la mujer) como incorrección. Se inquietan al ver en un museo la desnudez en vivo, no la pueden soportar, ¡ni los algoritmos de Facebook soportan tetas!
Mucho se habló del vestido, pero no tanto de la desnudez. Parecería que se da por supuesto y “natural” cubrir la piel. Se invirtió la realidad: vestirse es necesario, desnudarse contingente. Ni la filosofía ni las ciencias sociales han desarrollados abundantes conceptos sobre el desnudo. Sí, sobre el vestido. No obstante, Agamben esboza una filosofía de la desnudez. Considera que el empeño que la religión ha puesto en imponer el vestido como imprescindible y decente se infiltró en la sociedad civil.
Justamente, en Teología indecente, Marcella Althaus-Reid deja en evidencia que las prácticas discriminatorias laicas se construyen a partir de valores religiosos coaccionantes que se secularizan y naturalizan. Desde su disidencia confiesa que escribe teología sin ropa interior y que su objetivo es sacarle la bombacha a dios para expulsarlo del placar y ¿por qué no? para hacerle cunnilingus. Marcella le reprocha a la teología falocéntrica haber implantado restricciones ridículas contra el cuerpo, como obligarlo a estar siempre vestido y, sobre todo, a tapar los genitales. Se trata de tecnologías de dominación.
Así como los aristotélicos medievales sufrían un obstáculo epistemológico que les impedía ver lo que mostraba el telescopio de Galileo, el público contemporáneo no logró ver la desnudez de las cien mujeres, se obnubiló. En cambio, la ausencia de vestido ni se percibe dice el teólogo Erik Peterson ¿Por qué? Porque en nuestros mitos fundantes, el hombre y la mujer estaban sin ropa y sin vergüenza. El acto de pecar provocó una transformación metafísica y, desde el origen de la socialización, estar sin ropa devino incorrección.
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Se acepta el desnudo, no la desnudez. El primero implica sacarse la ropa circunstancialmente -prácticas médicas, clubes nudistas- el segundo es un acontecimiento vital, sin pudor, como la modelo que se desnuda para posar. En las memorias de Teresa Arijón, La mujer pintada, y de Celia Paul, Autorretrato, se revela la atracción que lleva a quitarse la ropa y permanecer desnudas. Ambas, en distintas circunstancias, después de desvestirse durante años, invirtieron los roles, retrataron a sus pintores. Celia -que fue musa de Lucian Freud- lo representó dormido y desnudo. Ella piensa que no existe belleza excelente que, mirada en su totalidad, se encuentre exenta de alguna aberración. También esto hay que concederle a la desnudez y destruir la distopía de los cuerpos disciplinados por la remota religión y el omnipresente mercado. Por su parte, Arijón afirma que saber desnudarse es un acto soberano, íntimo y expansivo, intenso, diferente a sacarse la ropa. Habría que remontarse más allá de la herencia teológica desnudez/vestido, no para alcanzar un estado original precedente a esa escisión, sino para deconstruir y neutralizar el dispositivo que satanizó la desnudez y la relegó a lo privado, a lo prohibido, a la infracción. A esa falta alude el filósofo italiano cuando -refiriéndose a las cien mujeres desnudas- dice que algo que habría podido y, tal vez, debido suceder, no aconteció, la partusa no tuvo lugar.