Gozar nuestro cuerpo y hacerlo libre
Por Yuliet Teresa VP-
Para una mujer el cuerpo, en muchas ocasiones, supone un problema. Imaginen, si a eso añadimos la carga simbólica de ser mujer, negra, queer y cristiana. Un día, frente al espejo, después de varias decepciones en que, por desgracia, estaba inconforme con ese corpus, lloré. Y, aunque en los estándares de belleza encajo “más o menos”, en la idea de ser “templo del Espíritu Santo” la percepción era abrumadora.
Nací y crecí en una Iglesia Metodista que, aunque en ese momento no había sido afectada con el autoritarismo, en general era de personas blancas. Así que el imaginario del Espíritu Santo en mi formación también era blanca. Y un cuerpo negro como el mío muy poco encajaba o hallaba resguardo en una comunidad con tendencia a blanquear la espiritualidad.
De hecho, en casi todos los pasajes bíblicos, las señoras encargadas de los tiempos de oración matutina, hacían referencia (sin imaginar las connotaciones) a una espiritualidad hacia personas blancas. Además, los principales espacios eclesiales son dirigidos por hombres con edad por encima de 40, los cuerpos jóvenes son entendidos como inexpertos.
Así que, en medio de una espiritualidad blanca y masculina, ser mujer y negra suponía un acto de rebeldía. Mi padre me criticaba cuando era adolescente por rechazar la cultura afrocubana, lo que él no entendía era que ese tipo de teología que estaba aprendiendo no admitía la apertura a otras formas de experimentar la fe.
La otra cuestión es que, ese Espíritu Santo no solo era representado como blanco y masculino, sino como heteronormativo. Por tanto, cualquier expresión de disidencia sexual se comprendía como pecado aberrante. En varias ocasiones sentí las paredes de aquel templo moverse y estrecharse cada vez más: una asfixia existencial enorme.
Cuando tenía 13 años un grupo de jóvenes fuimos a un campamento fuera de la provincia de Ciego de Ávila, Cuba. Como de costumbre las hembras y los varones dormían separadas. A mí me tocó compartir litera con una amiga. Amiga con la que tenía cosas en común. Una de esas noches estuvimos hasta tarde conversando y, de un momento a otro, nos tomamos de las manos y acercamos nuestros rostros.
No hubo besos. Solo un simple roce.
Mientras mi reacción fue hacerme preguntas y buscar respuestas, la de ella fue reprimirse y autoflagelarse con textos bíblicos sobre aquel “sentimiento pecaminoso que estaba sintiendo”.
Al parecer, ese Espíritu no hace preguntas, no busca, no cuestiona, no, no…
Entonces esa diversidad de la que se predicaba sobre el Espíritu Santo me sonaba a mentira, a manipulación burda de unos sobre otros. En aquel momento me sentí mal, les confieso. Pero seguí, aunque la buena nueva se convertía, cada vez más, en represión.
Le sumo a todo aquello las diferencias de clases que se veían en cada reunión o culto. Era fácil distinguir quién tenía dinero o no (aunque en Cuba lo que se entiende por pobreza no llega a esos límites), quién vestía mejor o peor, quién ofrendaba más y quien solo bajaba la cabeza mientras pasaban la cesta. Quién iba en bicicleta (en Cuba muy pocas personas poseen automóviles particulares) y quién a pie. Quién era negro y quién era blanco. Y la lista se hacía más extensa.
Aquella percepción de presencia de Dios crecía en mí como un macho dominador, blanco, hermético, acusador, clasista y homofóbico. Empecé a sentir asco por ese Espíritu Santo. ¿Cómo se puede sentir asco por el Espíritu Santo?, me preguntaba cada vez más.
Hubo una ruptura en mí. Porque las rupturas son necesarias o mueres. Conocí en ese proceso al Espíritu (Ruah) como mujer, negra, abierta, amorosa, divergente y queer. Mi cuerpo abyecto se empezó a sostener en la gracia y no en la ley, en el contenido del mensaje y no en la forma, en la causa y no el efecto. Hay una diferencia en que nuestros cuerpos tomen la forma del templo a que el templo tenga que encajar, sin entender individualidades, en el cuerpo. La divinidad no apresa nuestro corpus, porque en ellos, así como el Espíritu, —somos y nos movemos—.
Gozar el cuerpo y hacerlo libre es lo realmente divino.
Foto: Iracema Díaz