Semana de Oración y Acción: Por las defensoras de la tierra ante los extractivismos

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Como Con Efe estamos apoyando en esta campaña por el Tiempo de la Creación que organizaciones de fe celebran este mes de setiembre.

Junto a Renovemos nuestro Mundo, Memoría Indígena, Cuidado de la Creación Chile, Coalición Evangélica por la Justicia Climática y muchas otras organizaciones vamos proponiendo para cada semana un tema para concientización, oraciones y acciones. Nuestro aporte como Comunicación feminista es reflejar la realidad de las mujeres ante estas realidades.

En esta semana, nos abocamos al tema de Extractivismos.

Muchas veces nos preguntan por qué hablar de este tema desde personas de fe, o por qué muchas personas no conocemos de este término.

En esta semana queremos invitarles a tomar mucha más consciencia y a orar por este problema que aqueja nuestros diversos países en el Abya Yala, América Latina.

Les invitamos a leer y compartir la guía de oración que dejamos aquí en la imagen

Te invitamos también a que pienses en tu comunidad, país o región: ¿Será que hay problemas de extractivismo ahí también?

Para Francia Márquez, una de las defensoras ambientales afrodescendientes más reconocidas en Colombia y quien en 2018 ganó el Premio Ambiental Goldman, la violencia contra los defensores es consecuencia de la acumulación del capital que “usa la violencia, el racismo estructural, el patriarcado para seguirse imponiendo […] En este país hay a quienes les interesa seguir impulsando la violencia para mantenerse en el poder, porque es la forma en como lo han hecho”.

Tomamos los sgtes. datos de la académica Mina Lorena Navarro Trujillo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México, en el trabajo: Mujeres en defensa de la vida contra la violencia extractivista en México, Política y Cultura, núm. 51, 2019.

La actual ofensiva extractivista que hoy asedia los territorios y medios de vida, tiene profundas raíces históricas, en tanto es una modalidad de la acumulación capitalista que se remonta a los tiempos de la Conquista y al saqueo de Abya Yala, pero que claramente en las últimas dos décadas se ha intensificado en todos los países de América Latina, con el llamado Consenso de los Commodities, profundizando aún más la posición colonial, periférica, dependiente y subordinada del continente en el sistema mundo.

Por extractivismo entendemos aquel patrón de desarrollo que reordena y ocupa los territorios, removiendo intensivamente y a gran escala grandes volúmenes de bienes primarios (petróleo, gas, minerales, monocultivos) para ser exportados al mercado internacional, sin procesamientos previos significativos. Este régimen, tendiente a la monoproducción y a la expansión de las fronteras extractivas hacia nuevos territorios, no sólo no responde a las necesidades locales, sino que compite y desarticula las economías de sustento y formas autónomas de apropiación y gestión de la riqueza social. Lo que es peor, generalmente, impone economías de enclave, que no son otra cosa que “islas” con escasas relaciones y vinculaciones con las cadenas industriales nacionales, ya que buena parte de sus insumos y tecnologías son importados y el personal técnico requerido es extranjero. Esta dinámica, supeditada a cubrir los requerimientos y demandas de otras regiones del planeta, enriquece como fin último, con limitadísimas derramas locales y nacionales, a las casas matrices de los capitales nacionales y trasnacionales beneficiados.

La violencia y el despojo son los mecanismos que aceitan esta modalidad de acumulación, es decir, no hay extractivismo sin violencia, ni despojo. A pesar de que estos métodos aparezcan como colaterales, excepcionales, anómalos, accidentales o, como señala la economía neoclásica, fallos del mercado o del Estado, el capitalismo históricamente ha respondido a una dinámica de separación y apropiación constante del trabajo y energía de las mujeres, de los hombres y de la naturaleza más que humana para convertirla en valor y garantizar su propia reproducción. En diálogo con Maria Mies, diríamos que “la violencia como secreto del patriarcado capitalista”, es necesaria para “civilizar”, para imponer jerarquías y nuevas formas de explotación y opresión.

En este contexto, se ubica la alarmante escalada de violencia estatal y paraestatal contra las y los defensores de aquellos territorios o medios de vida asediados.

En su más reciente informe, Global Witness da cuenta en 2019 de, por lo menos, 212 personas defensoras asesinadas, mayoritariamente indígenas de América Latina, por conflictos ligados al sector de la minería. Un promedio de más de cuatro personas por semana.

Esta misma organización señala que lamentablemente no se produce suficiente información desagregada sobre el número de mujeres defensoras de los territorios, víctimas de ataques por su labor, pero que, sin embargo, es claro que sufren impactos diferenciados y que el escarmiento comunitario que se experimenta con ocasión de dichos ataques, requiere de una mayor atención. 

En el Informe del relator especial sobre la situación de los defensores de los derechos humanos, presentado en 2016 a la Asamblea General de las Naciones Unidas, se señala que las defensoras:

[...] se enfrentan a una serie de desafíos, incluidos los relacionados con la exclusión de la participación en los procesos de negociación y adopción de decisiones; la criminalización, que se utiliza como estrategia política para impedir la resistencia y deslegitimar su labor; las campañas de desprestigio contra ellas en los medios de comunicación; y la discriminación y violencia que sufren en el seno de sus familias, sus comunidades y en los movimientos en favor de los derechos humanos.

Más de dos tercios de los asesinatos ocurrieron en América Latina, clasificada constantemente como la región más afectada desde que Global Witness comenzó a publicar datos en 2012. En 2019 solo en la región amazónica ocurrieron 33 muertes. Casi el 90% de los asesinatos en Brasil fueron en la Amazonía. En Honduras, los asesinatos aumentaron de cuatro en 2018, a 14 el año pasado, convirtiéndose en el país per cápita más peligroso de 2019.

La minería fue el sector más letal, con 50 defensoras y defensores asesinados en 2019. Las agro-empresas continúan causando destrucción, con 34 defensores/as asesinados, 85% de los cuales fueron registrados en Asia. La tala fue el sector con el mayor aumento de asesinatos a nivel mundial desde 2018, con un 85% más de ataques registrados contra defensores que se oponen a dicha industria y 24 personas defensoras asesinadas en 2019.

Algo de memoria

Dentro de los casos de violencia más extrema contra mujeres defensoras de sus territorios en América Latina, se encuentra el brutal asesinato de Berta Cáceres, mujer indígena lenca, asesinada el 3 de marzo de 2016, en el contexto de la resistencia de su pueblo y del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh) a la implementación del proyecto hidroeléctrico Agua Zarca.

Nilce de Souza, del Movimiento de las Personas Afectadas por las Represas (MAB), de Brasil, quien desapareció el 7 de enero de 2016 en Paraná, y su cuerpo fue encontrado con signos de violencia cinco meses después en el lago construido por la presa. El feminicidio ocurre en el contexto de resistencia a los impactos de la Hidroeléctrica Jirau.

Macarena Valdés, asesinada el 22 de agosto de 2016, aunque las autoridades policiales se precipitaron en presentar el caso como un suicidio, su asesinato se trató de un feminicidio ocurrido por su liderazgo en la resistencia comunitaria a la instalación de redes eléctricas de la empresa austro-chilena RP Global Chile Energías Renovables. 

Maricela Tombé, asesinada en 2016, secretaria de la Junta de Acción Comunal de la vereda Brisas, y presidenta de la Asociación Campesina Ambiental de Playa Rica (Ascap), de El Tambo, Colombia.

Yaneth Alejandra Calvache Viveros, integrante de la Asociación de Trabajadores Campesinos de Balboa, Cauca Colombia, fue asesinada en 2016 por desconocidos en su casa.

Bernicia Dixon Peralta, de la comunidad indígena Miskitu, asesinada en 2016 en medio de un conflicto por el desconocimiento oficial de la propiedad indígena sobre sus tierras ancestrales en Nicaragua.

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En México, entre los casos más conocidos de violencia extrema hacia mujeres vinculadas con alguna lucha en defensa del territorio, se encuentra el de Alberta “Bety” Cariño, asesinada en 2010, cuando los paramilitares emboscaron la caravana en la que ella participaba junto con Jyri Antero Jaakkola, también acaecido en su camino a la comunidad indígena autónoma de San Juan Copala, que estuvo bajo un bloqueo de los paramilitares aliados con el gobierno del estado de Oaxaca.

En 2012, Fabiola Osorio Bernáldez, integrante de la organización Guerreros Verdes, fue asesinada por un grupo de hombres armados que llegó a su domicilio y la acribilló junto con una vecina que se encontraba con ella. Fabiola había participado férreamente contra la construcción del proyecto turístico, Muelle de Pie de la Cuesta, a desarrolarse en un manglar de la Laguna de Coyuca, bello refugio natural a 22 km del Puerto de Acapulco.

En 2012, Juventina Villa Mojica, dirigente de la Organización de Campesinos Ecologistas de Petatlán y Coyuca de Catalán del estado de Guerrero, fue asesinada junto con su hijo de 17 años por un grupo de 30 a 40 hombres armados. Su asesinato ocurrió cuando pretendía encabezar el éxodo de 45 familias de La Laguna que se desplazarían a la comunidad de Puerto de las Ollas a fin de refugiarse del acoso al que habían estado sometidas por paramilitares y talamontes.

Recientemente, en enero de 2018, el feminicidio de María Gudalupe Campanur Tapia, comunera de Cherán y participante activa en la seguridad y reconstitución del territorio de la comunidad purépecha, que desde 2011 ha ganado su autonomía política para regirse por usos y costumbre. Fue desaparecida y hallada sin vida con señales de tortura y violencia sexual en la carretera Carapan-Cherán, en Michoacán.

A partir del análisis y visibilización de la violencia que enfrentan las mujeres y defensoras de los territorios, en distintas investigaciones e informes se ha denunciado su contenido contrainsurgente. Se trata de una violencia que busca agredir, disciplinar, estigmatizar, atacar y hasta asesinar, no sólo como respuesta contra la insubordinación, indisciplina o incumplimiento del rol de género que socialmente se espera de ellas (amas de casa-madres), sino que también puede tratarse de un mensaje para demostrar fuerza y ejercer una forma de control sobre el territorio, a partir del dominio sobre el cuerpo de las mujeres.

La nota completa puede leerse aquí

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Claudia Florentin