Poner voz desde la fe: mi experiencia acompañando abortos en contextos religiosos
Desde Con Efe buscamos contar que mujeres de fe también hablamos de aborto, lo consideramos y lo efectuamos. Por eso abrimos este espacio en el Día de Acción Global por un aborto legal y seguro.
Por Mónica Treviño Alvarez-
Tenía 16 años la primera vez que una amiga se acercó a decirme: “estoy embarazada y no sé qué hacer”. Me pidió acompañarla a una clínica a pedir información sobre la interrupción legal del embarazo. Nerviosas pedimos los datos y terminamos en una iglesia confesando nuestro “gran pecado”. Recuerdo que ambas vivimos ese momento con mucha culpa. Llegamos a la clínica temerosas y esperando que nadie nos reconociera. Por mi mente pasaba todo lo que nos habían dicho en el catecismo. Sin embargo, hice a un lado mis prejuicios y la acompañé. No estábamos listas para ser madres. Por más que las religiosas del colegio nos dijeran que era pecado no podía creer que un Dios fuera capaz de condenar la decisión libre e informada de una muchacha. Ahí fue que comencé a cuestionarme sobre lo que significaba ser católica y a la vez mujer.
A los 19 años me llegó el WhatsApp de una amiga de la iglesia. Ella me preguntó: “¿qué piensas del aborto?”. Charlamos por varias horas. Dos años atrás, cuando apenas tenía 17, había quedado embarazada. Durante todo ese tiempo la había invadido una gran culpa. Los sacerdotes con los que había hablado solían juzgarla y la tachaban de promiscua. “Dios te ama y entiende que no fue fácil tomar esa decisión. Siempre tendrás un lugar de apapachos y amor conmigo y con Él”, le dije. Ahí fue cuando me di cuenta de la importancia de anunciarme feminista dentro de la iglesia. A partir de ese momento varias chicas se acercaban a hablar conmigo. Unas decidían abortar, otras más optaban por continuar con su embarazo. Contrario a lo que muchas autoridades religiosas creen, mi objetivo nunca fue convencer a una mujer para abortar. Mi labor sólo consistía en acompañar sus reflexiones espirituales en torno a la materia, para que pudieran discernir de manera libre e informada.
Saliendo de la clase de inglés, en la universidad, una compañera se acercó a mí. “Moni, ¿podemos hablar?”- me dijo. El día anterior había tenido un aborto espontáneo y no sabía cómo asimilarlo. Me preguntó si se trataba de un castigo divino. Negué con la cabeza y corrió a abrazarme. La acompañé con la ginecóloga y luego me pidió ir a orar a una iglesia. Ahí fue cuando entendí que aún en los lugares más insospechados hay mujeres creyentes que necesitan ser acompañadas en los procesos de interrupción del embarazo.
Hace alrededor de un año, en el 2019, una pastora acudió a mí. La escuché y la acompañé a la clínica de salud. En los momentos de dolor la abrazaba y en el silencio la escuchaba. Fue un proceso de estar, sin necesidad de hablar. Caminamos juntas por los cambios que enfrentaba su cuerpo: los dolores y los sangrados. Fue un momento íntimo. Ahí, entre ambas, la Diosa estaba presente: escuchándonos, sintiéndonos y acompañándonos. Siendo parte de la sororidad y del discernimiento que las mujeres vivimos antes y durante el proceso de interrupción de un embarazo.
Hace unos meses, mientras hacía entrevistas para mi tesis de licenciatura, una chica bisexuala de 24 años me compartió su historia. Estaba en una relación abierta con un chico y una chica. La chica terminó embarazada y entre las tres decidieron que la mejor opción era practicarse un aborto. En esos momentos ella laboraba en un espacio religioso en donde la terminaron corriendo. Ahí comprendí la interseccionalidad. La corrieron por “no ser una buena cristiana” por “tener comportamientos sexuales inapropiados” y por “promover el asesinato de niños”. Me quedé helada, no hice más que abrazarla y permitir que desahogara toda su experiencia.