Nunca supe lo que es la felicidad

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Conocí a Elba en la ciudad de Buenos Aires, hace muchos años. Ella era miembro activa de una comunidad de fe evangélica en la ciudad; en los últimos años la habían designado diaconisa.

Cuando la conocí ya era una mujer adulta, cercana a los 60 años. Su vida había estado atravesada por el abandono de su madre y la muerte de su padre, siendo recogida por la familia evangélica que la puso a su cargo, para limpieza y cuidado del hogar.

Por supuesto creció en la iglesia y a joven edad se casó, tal cual se esperaba, con un joven comerciante también de la comunidad. “Nunca trabajé”, me decía ella. Costó largas charlas que comprendiera que su vida había sido puro trabajo de cuidado y doméstico, trabajo no reconocido pero arduo e injusto.

Siempre como pidiendo permiso, siempre diciendo “gracias”, así la recuerdo. Y esas actitudes que pueden ser valoradas por tantas, eran las que la llevaban una y otra vez a pensar que se merecía lo que le pasaba de malo y que lo bueno, lo poco bueno que recibía, debía agradecerse con más sumisión.

La tarde que me contó que sufría violencia hacía casi 40 años, llovía en Buenos Aires. Lo recuerdo porque caminé hasta el subte con el sabor salado de las lágrimas mezcladas con la frías gotas del aguacero invernal.

Su esposo la agredía emocional y psicológicamente desde siempre. Algunas veces le había levantado la mano, y la violencia económica era cosa de todos los días. Elba no supo que todo eso era violencia hasta que leyó en una publicación que se debatía la ley de protección para toda forma de violencia hacia las mujeres.

Imaginaba, me dijo, “que eso no estaba bien porque no me hacía bien, porque iba a la iglesia a servir tragando las lágrimas y la tristeza, porque tantas veces tuve que disimular la angustia de estar parada al lado de quien me agredía, adorando a Dios”.

Hace unos 10 años le dije al pastor lo que pasaba, cuando a mi marido lo eligieron anciano, me contó. “Y el pastor me miró, me tomó la mano y me pidió orar por la situación. Me dijo que revisara qué estaba pasando, si tenía algo que modificar yo y que Dios unió un lazo de amor que se debe cultivar y cuidar. Y eso fue todo”.

Nunca más una palabra. Nunca preguntar cómo estás… Silencio.

Y para Elba el silencio fue indicio que la que tenía un problema era ella. Que Dios permitía eso porque algo habría hecho mal. Que no se merecía otra cosa.

“Nunca supe lo que es la felicidad”, subrayó aquella tarde cuando me hizo prometer que seguiría trabajando para que otras mujeres no sufrieran lo mismo.

“Ya es tarde para mi”, me dijo cuando sugerí la denuncia y el acompañamiento. Su abrazo me despidió hasta la próxima, donde quedamos en volver a analizar la opción de denuncia, aunque su mayor temor era dónde podía ir, de qué viviría, qué diría su comunidad.

Quince días después sonó el teléfono en casa. El corazón de Elba había decidido que ya era hora de partir. Sorpresivamente, sin aviso, silenciosamente, se fue a los 66 años.

Hay días que, caminando por aquella calle, me invade la tristeza, el dolor, la bronca. Pienso en esa vida, como tantas, que están en nuestras comunidades de fe, golpeadas, sufriendo en silencio, oprimidas por quien dice amarlas. Y me da coraje saber que somos responsables delante de Dios por cada vida que pastoreamos. Responsables, pastores y pastoras, que cargamos aún más el yugo del dolor cuando minimizamos las confesiones, las lágrimas, los calvarios que a veces solo atisbamos y dejamos en el olvido.

Si sabemos, si vemos, si escuchamos, si sospechamos que existe violencia y no la ponemos a la luz, no aconsejamos la denuncia, no acompañamos a cada mujer para poder salir de esa red que la ahoga, estamos siendo cómplices.

No más violencia en el seno de las iglesias, en los hogares cristianos.

Jesús nos llama a vidas plenas y abundantes, vidas sin violencias.

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Claudia Florentin